El cumpleaños del perro | Calle Monterrey, colonia Campbell - El Sol de Tampico | Noticias Locales, Policiacas, sobre México, Tamaulipas y el Mundo

2022-11-07 17:28:03 By : Ms. Aileen Lee

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

  / domingo 6 de noviembre de 2022

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Hace un año fui a Tampico invitado por mi amigo Enrique Pumarejo y me llevó en su auto a la calle Monterrey. Me bajé justo enfrente donde viví con mi madre y mis hermanos.

La casa ya no estaba en pie, fue derrumbada para construir, me parece, departamentos populares. Entré y un vigilante, a lo sumo de quince años, me preguntó si quería algo. Le dije que allí había vivido hace veinte años y que sólo miraba a lo que él no se opuso.

Con mi celular tomé videos cortos del lugar. Me llamó la atención que la otrora vecindad de los Tamez, frente a mi casa, estaba en ruinas. Se veía con claridad el patio y los árboles que en mi memoria aún eran frescos. El tiempo no es juez, es verdugo.

Me aproximé a la esquina con General Corona, que siempre conocí como calle Tancol (que de hecho era la frontera con la colonia Cascajal). Me reconoció otro joven que estaba dentro de lo que parecía un taller mecánico; me preguntó si yo era hermano de Úrsula. Le dije que sí; agregó que él era hijo de Martín a quien de cariño le decíamos Chuparrosa. Me dio mucho gusto saber que éste puesto que fue uno de los amigos que acompañaron mi infancia.

A la distancia no sé qué agregar. Uno se va de un lugar por amor, trabajo o huyendo de algo. Yo sólo sé que me fui porque Tampico me ahogaba. Puedo decir ahora mismo que ignoro qué era precisamente lo que me asfixiaba. Necesitaba saber quién era, cuál era mi lugar en el mundo.

(Compañeros de mis primeros años, ¿dónde están? Mírenme, soy yo: Juan, Juanito o como ustedes me llamaban. Sigo en alma en Tampico. Nunca me he ido. No es que quiera saber de todos, y ustedes de mí. La vida siempre nos separa y nos une. ¡Van mis lágrimas y mis sonrisas para lo que fuimos, somos y seguiremos siendo!).

De momento, me veo subiendo la Monterrey que topa con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia y que se adelantó en el viaje eterno, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven.

Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” a casi a todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo adonde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como un telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…

Es mi calle, el lugar de mis mayores recuerdos. Calle Monterrey, en Tampico, en la frontera con el Cascajal.

Hace un año fui a Tampico invitado por mi amigo Enrique Pumarejo y me llevó en su auto a la calle Monterrey. Me bajé justo enfrente donde viví con mi madre y mis hermanos.

La casa ya no estaba en pie, fue derrumbada para construir, me parece, departamentos populares. Entré y un vigilante, a lo sumo de quince años, me preguntó si quería algo. Le dije que allí había vivido hace veinte años y que sólo miraba a lo que él no se opuso.

Con mi celular tomé videos cortos del lugar. Me llamó la atención que la otrora vecindad de los Tamez, frente a mi casa, estaba en ruinas. Se veía con claridad el patio y los árboles que en mi memoria aún eran frescos. El tiempo no es juez, es verdugo.

Me aproximé a la esquina con General Corona, que siempre conocí como calle Tancol (que de hecho era la frontera con la colonia Cascajal). Me reconoció otro joven que estaba dentro de lo que parecía un taller mecánico; me preguntó si yo era hermano de Úrsula. Le dije que sí; agregó que él era hijo de Martín a quien de cariño le decíamos Chuparrosa. Me dio mucho gusto saber que éste puesto que fue uno de los amigos que acompañaron mi infancia.

A la distancia no sé qué agregar. Uno se va de un lugar por amor, trabajo o huyendo de algo. Yo sólo sé que me fui porque Tampico me ahogaba. Puedo decir ahora mismo que ignoro qué era precisamente lo que me asfixiaba. Necesitaba saber quién era, cuál era mi lugar en el mundo.

(Compañeros de mis primeros años, ¿dónde están? Mírenme, soy yo: Juan, Juanito o como ustedes me llamaban. Sigo en alma en Tampico. Nunca me he ido. No es que quiera saber de todos, y ustedes de mí. La vida siempre nos separa y nos une. ¡Van mis lágrimas y mis sonrisas para lo que fuimos, somos y seguiremos siendo!).

De momento, me veo subiendo la Monterrey que topa con la Linares, calle paralela –custodio, reptil de asfalto, curva de breña- al Paseo Bellavista. Oh, el Paseo Bellavista, aleph, faro mestizo, cíclope perenne que observa al Chairel, al Muelle, al Pánuco, al Tamesí. Paseo Bellavista donde una vez lloré (bueno: varias veces) porque no estaba conforme con mi vida.

Frente a la Prevo Uno (Secundaria Francisco Nicodemo) recuerdo que tomamos el autobús Bellavista, una tarde que salíamos de nuestra amada secundaria, Adriana Margarita y yo, mi condiscípula y la alumna más inteligente que conocí en mi vida estudiantil, hacia nuestras respectivas casas –Adriana, si mal no me ubico- vivía atrasito de la escuela Zaragoza, la cual se hizo famosa porque allí estudió alguien que fue gobernador.

El trayecto del autobús por la curva que le da el nombre al Paseo Bellavista era un agasajo visual. Desde allí se podía ver Tampico vestido de agua, de puerto, de brisa, de sudor nostálgico.

Hoy en mi memoria recorro la calle Monterrey y mi pecho vibra. Los nombres de mis amigos Doroteo (Tello), el mejor amigo de mi infancia y que se adelantó en el viaje eterno, Alejandro, Panchín, Martín Solano (El Chino), y de vecinos pretéritos: los Tamez, los Medrano Cárdenas (los dos Ponchos, doña Socorro, sus hijas), los Solano (don Amador, doña Tina) y doña Esperanza Martínez, la cual a sus casi noventa años seguía aguardando por la única hermana que dejó de ver desde joven.

Mi casa tenía un patio grande (y aún lo tiene) donde jugábamos futbol. No me acuerdo quién me enseñó (ah: ya sé: don Beto, hijo mayor de doña Esperanza, quien era carpintero) a hacer porterías de madera que forraba con costales de azúcar que servían de red.

La batahola en el patio era buena: El más hábil con el balón era Jesús, a quien le decíamos de cariño El Pelón; él solo se “burlaba” a casi a todos. Mi patio, donde también jugábamos a los “hoyos”, que consistía en escarbar unos socavones no muy profundos (de cinco centímetros) suficientemente holgados para que cupiera la pelota. El dueño del hoyo adonde cayese la pelota tenía la obligación de coger el esférico y asestárselo a los demás niños: quien recibiera el pelotazo perdía.

Con los ojos del adulto que soy ahora veo ese pequeño pedazo de mi pasado de niño. La memoria es como un telaraña que atrapa, retiene momentos, sucesos que allí permanecen hasta que, desde el presente, liberamos.

Contradiciendo a Octavio Paz (“el presente es perpetuo”) el pasado es perpetuo…

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

Juan José González Mejía

María G. Rico Martínez